La verdad llegué bajón a casa. Fui a comprar unos insumos para mi laburo (lo justo y necesario, porque como todo, viene cuesta arriba). Anduve por mi barrio de toda la vida, algunas cuadras, mientras renegaba por lo caro que había pagado todo lo que compré. Mientras, detectaba 4 locales con el cartel de alquiler, y la chica del kiosco de enfrente de mi ex casa que cierra a fin de mes.
Paisajes grises como el clima de hoy.
Cada vez más gente en la calle vendiendo cosas, tratando de hacer un mango y chiquitos pidiendo una monedita en la puerta de los cajeros.
Al regresar paso por Nazca y Avellaneda y mientras espero que pase el Sarmiento por vez número mil, pispeo las vidrieras y pienso que tal vez pueda conseguir allí una pollera nueva para el próximo espectáculo de danza. Pero mejor no, porque tengo que pagar la tarjeta.
Llego a casa y me encuentro con la factura de Edesur, mientras pienso de dónde voy a sacar plata para pagarla (vino el doble).
Tengo la sensación de haber vivido esto antes, cuando todavía no tenía que pagar mis cuentas y mi mayor aporte a la economía familiar era sugerir dejar de comprar gaseosas y otros gastos superfluos. A pesar de mi casi nula conciencia, en ese entonces me pareció buena idea ir a prender un fueguito al Congreso.
Hoy soy menos ágil para moverme y la conciencia es más pesada. Pero aunque volví a casa con los ojos grises, se me agita el sentimiento de no pagar la tarjeta y llenar un par de bidones de nafta.